Erase una vez, allá por los años en que los dragones tenían a la gente atemorizada, cuando los hombres luchaban por sobrevivir con las formas más primitivas de supervivencia. Había una isla paradisiaca, privilegio de la naturaleza, donde nunca eran atacados por otros vecinos con el fin de adueñarse de ese paraíso por que el mar que los rodeaba los protegía, hacia de barrera infranqueable protegiendo sus vidas y posesiones; allí vivían unas gentes felices en medio de aquellas fértiles tierras, cuidando sus animales y recolectando los frutos que esa esplendida tierra les proporcionaba.
Había una familia a la que Dios solo le dio hijas y por eso la mayor, Yaisa, tenía que encargarse de las labores propias de un chico y cuidar de sus cabras, el padre le enseñó todo cuanto debía de conocer sobre el cuidado de estos animales que eran primordiales para la vida en la isla.
—• Yaisa, hija, procura que tus cabras sean las primeras en entrar en los buenos pastos; mantenlas calmadas y quiérelas mucho, de ello depende el que den buena leche para hacer los quesos – le decía siempre su padre.
—• Descuida papá, así lo haré, mis cabras son mi vida y el sustento de la familia.
Y Yaisa cogía su comida en una fárdela y la colocaba en las alforjas de su burrita que dócilmente la acompañaba todos los días; sacaba las cabras del redil y marchaba contenta y feliz a los pastos, mientras, sus hermanas aprendían los quehaceres domésticos propios de una señorita, esto nunca preocupó a Yaisa, tenia bien asumido su papel en el conjunto familiar, alguien tenía que ayudar al padre.
Yaisa pasaba muchas horas en la soledad de los campos y su mente se ponía a galopar en un mundo de fantasía haciéndola soñar despierta, dedicaba su tiempo a domesticar sus cabras que las tenía muy bien enseñadas y eran como una continuidad de ella misma, la comprendían y obedecían en todo.
En sus soledades soñaba con un príncipe que un día la buscaría en los campos donde cuidaba sus cabras para pasearla del brazo orgulloso por los salones de palacio. Ese príncipe llegaría por el mar y por eso ella siempre soñadora vigilaba ese mar que la rodeaba, por si algún día su sueño se hacía realidad.
Cuando se dirigía por las mañanas al campo siempre cantaba lindas canciones que ella misma se inventaba.
Donde vas tan alegre
Niña del alma,
Voy buscando a mi amado
Que llega en barca.
Pero si en barca llega
Es de otras tierras,
No nos dejes mi niña
Por lontananza.
Por lontananza llega
De otros lugares,
Lugares muy remotos
Allende los mares.
La gente la miraba con alegría y decían a su padre.
—• Amigo, Dios no te dio un chico, te mandó un ángel.
—• Orgulloso me siento yo de mi hija, se que siempre sabrá gobernar con acierto su casa – Decía su padre.
Yaisa seguía cantando con su voz melodiosa camino de los pastos, alegrando las mañanas de los que encontraba en el camino y especialmente las de su amada familia.
Un buen día cuando ya se había alejado del poblado hacia un lugar desde el que se pudiera ver el mar como era su costumbre, ese mar que en su fantasía le traería a su príncipe enamorado; de pronto, la tierra se movió con un gran estruendo formando montañas donde antes no las había y esas montañas escupieron fuego, lava y cenizas, oscureciendo el cielo de ese luminoso día. Las sacudidas de esa tierra herida en sus profundidades era sobrecogedora, la lava avanzaba como un amenazador río, sepultando a su paso poblados y cultivos. Yaisa, como le habían enseñado a hacer ante un peligro, primero se ocupó de poner a salvo sus cabras, después trató de ver la suerte que su aldea había corrido, no logrando ver nada en medio del abrasador calor que desprendía esa lava que lo invadía todo. Quiso rodear la isla para juntarse con los suyos desde otro punto pero fue imposible, el desastre lo invadía todo.
Ante lo irreparable Yaisa tenía que asumir lo que debía de hacer y encaminó su rebaño a terrenos más seguros. Mirando asustada esa llamas y vapores tan altos, esos movimientos bajo sus pies, esas ascuas que se movían amenazadoras pensó en que un dragón enorme que se hallaba dentro de una cueva se había enfadado mucho y escupía ese fuego destructor; la pobre niña no sabía que esto era el resultado de un accidente geológico de la naturaleza que estaba cambiando totalmente la superficie de la isla, que antes era un vergel, dejándola ahora sepultada por lava y cenizas que la volverían árida y quemada.
Caminó a otras tierras donde alimentar sus cabras y poder comer ella; las aldeas que encontraba en su camino estaban bacías, habían dejado todo en su precipitada huida, ¿Dónde habían huido? Yaisa no lo sabía y se sentía sola y desprotegida. Sobre la niña había recaído una gran responsabilidad, tenía que sobrevivir y lograr que sus cabras también pudieran vivir par que cuando su padre la encontrara (por que estaba segura que la buscaría) poder entregarle esos animales que su padre había puesto en sus manos, seguro que era la propiedad que les quedaba.
Pasaron meses y años, surgieron nuevas montañas de fuego quedando la isla casi totalmente cubierta de cenizas, Yaisa plantaba lo que podía para luego recoger, sus cabras comían lo que encontraban y se refugiaba donde podía, bebía la leche de sus cabras y casi era su único alimento. Comenzó a ver barcos con extrañas y lúgubres banderas acercándose a la isla; Yaisa hizo de una gran cueva volcánica su refugio y escondite, las cabras sabían que cuando entraban tenían que ser mudas, ni un sonido salía de su boca, y así fue como logró pasar desapercibida a los piratas, ellos hacían de la otra punta de esta cueva el escondite de sus tesoros, nunca se adentraron en la isla por el aspecto de desastre que veían, ¿Quién podría vivir en este desierto? Pensaban para alivio de Yaisa.
La niña seguía cantando para poder oir siquiera su voz, pero ya no había alegría en sus canciones.
Montañas de fuego
Senderos de rocas,
¿Que mal yo os hice
pa dejarme tan sola?
Sin padres ni amigos
Sin tierra que labre,
Sola en este mundo
Sin nadie a quien ame.
Los días se hacían interminables pero la férrea educación que le dieron hacia que no desfalleciera, que se mantuviera atenta al trascurrir de la vida en la isla, sabía que tenía una meta y había que cumplirla ante todo, y atenta a su rebaño que fue aumentando con los años fue recorriendo la isla en busca de alguien que se encontrara solo como ella. Un día ve como se acerca una barquita con un solo ocupante, parecía estar en malas condiciones, ella sigilosa primero y rápida después se acercó solícita a la orilla para que un apuesto joven se bajara con dificultad de la barca apoyado en su mano. Este joven tenía una gran herida en el pecho que yaisa curó con savia de aloe como siempre vio a su madre hacer, pasó unos días malos por la fiebre y no cesaba de decir en sus delirios que todo había sido una traición política y que le arrebataban su trono.
Después de varios días sin salir de la cueva, pendiente del herido, este se fue recuperando y ya le dijo como se llamaba y quien era, Yunan; Yunan era el príncipe de un reino lejano al que traicionaron e intentaron matar, pero un fiel servidor le vio malherido y le colocó en la barca para ver si se podía salvar. Con la ayuda de Yaisa se fue recuperando y comenzó a hacer planes, juntos recorrieron la isla a ver que podían hacer.
Un día se dedicaron a inspeccionar la cueva y ¡Ho sorpresa!; en su salida por otra boca se encontraron con un tesoro incalculable, pero ¿de qué les podía servir ese tesoro si estaban solos? ¿si no tenían donde comerciar con sus monedas?. Juntos encontraron el poblado donde vivía Yaisa, estaba cubierto de cenizas y sus casas medio derruidas del abandono, comenzaron a limpiar de cenizas los terrenos y casas restaurando las que estaban en mejor estado, buscando aquí y allá encontraron cepas e higueras que plantaron en sus fincas, así como otros cultivos que pudieron recuperar. Hicieron de esta aldea su reino, sin súbditos ni intrigas palaciegas, tan solo ellos y sus cabras formaban este reino y su séquito.
Cuando ya no tenían esperanzas de encontrar más gentes, aparece por el horizonte un grupo de pequeñas barcas; la primera reacción fue de ponerse a salvo en la cueva, pero ya vieron que eran gentes en son de paz y salieron a su encuentro, ¡cual sería su sorpresa cuando Yaisa reconoce a su familia! Están muy mayores y sus caras reflejan el dolor que durante tanto tiempo les tocó sufrir creyendo a su hija bajo la lava ardiente. Yaisa les contó toda su vida de estos años en soledad, les mostro el trabajo realizado para recuperar sus posesiones e hizo entrega a su padre de un gran rebaño de cabras conseguido con tesón en estos años.
Los padres no daban crédito de lo que veían, parecía todo un sueño o un milagro; Yaisa les presentó a Yunan y les contó su historia, los isleños que al ver que de su isla ya no salía humo y regresaron, decidieron que Yunan sería su rey, y como este expresó sus deseos de casarse con Yaisa ella sería su reina, y así el sueño de Yaisa quedó hecho realidad y todos vivieron felices, reconstruyeron sus aldeas y tomaron posesión del tesoro del pirata utilizándolo para mejorar su isla. Del pirata nunca jamás se supo nada.
Esta pequeña historia o cuento vino a mi mente después de contemplar Lanzarote y pensando en cuantas verdaderas historias similares habrán sucedido en esa isla en el trascurso de las erupciones, tierras destruidas, gentes separadas, ilusiones frustradas, peleas ganadas a las cenizas. Dedico este cuento a mi amiga Macoke y mando saludos a esa gente lanzaroteña, merecéis mi humilde homenaje.
Abuela Carmina
¡Preciosa historia!
ResponderEliminarme encantan las historias con finales felices.
Gracias por la dedicatoria, me hace una ilusion grandisima.
Besitos Macoke.